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Que nos crezcan hierbas y tréboles en la boca,
que nos llenen los oídos de tierra húmeda y fresca.

De hierba salvaje entre los dientes, de tréboles
que no pueden cortarse con la lengua. Una temperatura
verde y natural

en todo lo que decimos

desde un bosque santuario, desde una bóveda de ecos lejanos.

De un barbecho silencioso, de un quieto estar
a los lados de la cabeza,
un rumor que cruje y equilibra con su peso
la razón,

la arquitectura del pensamiento en masa.


Que nos quiten el dolor del agua que pasa, que nos lo borren
de las manos,

el incesante devenir entre los dedos
y que se posa en las uñas.


Llenarnos los huecos, los sitios por donde pueda pasar
el vacío,

la pose de los cuerpos con forma
de pensamiento marca diseño
que cambia con cada otoño.


Nosotros, los que permanecimos cuando llegó el primer invierno
y los vimos partir

y abandonar el paisaje en el que siempre estuvimos,

nosotros, los quietos,
los que no hablamos porque la hierba nos rebosa por entre
los labios.